jueves, 15 de diciembre de 2011

La desgracia del hijo de un workaholic

No es que sea vago. No, tampoco haragán, ni cualquier término similar. Es sólo que cada cosa tiene su tiempo: el trabajo tiene uno, el descanso tiene otro. No pueden pasarse esos límites por miles de cuestiones.

Ser hijo de un workaholic, y para colmo trabajar con el padre es una combinación bastante complicada. Llegar más que temprano a la oficina, irse muy tarde, delegar responsabilidades siempre hacia el pobre empleado con relación sanguínea.

Un tiempo está bien, para salir del apuro. Pero ya cuando van casi tres años, los límites se fueron al carajo. No se lo puede mandar al carajo, porque después lo tenés que ver en tu casa, y además se excusa diciendo que es tu padre.

Por ahora esto se maneja: hay días tranquilos, días no tanto. Pero, por más que se soporte, el querer escapar de ese yugo capitalista-paternal es el deseo de toda persona que se encuentre en esta situación.

Lo peor es cuando uno cuenta que trabaja con el padre:

-Ah, sos el hijo del jefe. Te debés rascar las bolas a cuatro manos-vocifera el energúmeno, sin conocer el padecimiento real de un hijo/empleado que trabaja con su padre/jefe.

A veces, el dato se oculta para evitar escuchar ese tipo de comentarios y tener que explicar la relación.

Para seguir sumando porotos, no estoy en blanco: estoy en gris. Hasta el mediodía trabajo en blanco, y el resto del día en negro. Sueldo bajo, explotación desconsiderada, que se ve profundizada por la naturaleza familiar del explotador.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Sé lo que quiero y lo quiero ya

Querer. Ansiar. Desear. Cualquiera sea el verbo, todos se relacionan con un interior que quiere ser y no puede. Quiero vivir afuera. No importa el lugar, idioma o cultura. La sensación de ser un extraño y tener un hogar en tierra ajena me llama la atención. Jamás sentí esa adrenalina, esa nostalgia.

Barcelona, Londres, Nueva York, París. Tantos destinos, tantas historias que pasan por mi cabeza. Caminar por la calle, extrañado, observador. Chocar con una mujer. Sentirnos idiotas por no haber esquivado uno al otro. ¿Cliché? Sí, pero no por eso deja de ser un deseo.

Sentarse en un bar, una plaza, un colectivo. Cruzar miradas. Sonreír sutilmente. Volver a dirigir nuestros ojos. El escalofrío que podríamos distinguir por debajo de nuestra piel. Pararnos al mismo tiempo. Ir hacia la misma salida. Preguntarnos al unísono: "¿Baja acá?". Yo en mi torpe inglés o francés, o tal vez en mi rioplatense español. Vos en tu tono local que me haría temblar. Volver a sonreír, ahora no por el choque de nuestras miradas sino por el de nuestras palabras. Iniciar una conversación. Probablemente sea yo el que arranque, consultando por alguna calle que posiblemente ya conozca.

Me indicás por dónde llegar, qué recorrido hacer. Lo siguiente sería un descaro de mi parte: un halago a tus ojos, a tu corte de pelo, a tu piel, a tu forma de vestir. Una sonrisa tímida que intentas ocultar me llena de vida. Decís "Gracias" y no replicás nada. El segundo movimiento me lo dejás a mí. Empezaría a contarte alguna historia de mi país, allá lejos, en el sur. Prestarías atención, soltarías un poco la lengua, te dejarías llevar.

"Bueno, aquí me quedo. Buenas noches", susurras en la noche, miedosa de perder la oportunidad de conocerme. Ya sé dónde vivís. Un punto para mí. Te invito a salir. Tendría que ver, tal vez, te llamo, sí, cuándo quieras. Fuiste despejando tus dudas, una a una, como una flor de jazmín a la que le quitaste los pétalos. Así como ya imagino en la manera en la que te sacaría la ropa. La que llevás ahora, la que podrías llevar el día en que salgamos.

Un jazz sonaría de fondo. Nada violento y veloz. Más bien algo tranquilo y flotante. Flotante como el aroma de tu perfume. Nuestras labios recién se conocerían diez minutos después de que mis manos acariciaran tu pelo. Las miradas de ambos dirían todo, por lo que las palabras sobrarían y serían de mal gusto.

El ritmo de la respiración se aceleraría de a poco, como una locomotora que comienza su largo recorrido. Apoyarías tu cabeza sobre mi pecho y me abrazarías muy fuerte.

El brillante metal del saxo deja de retumbar las melodías. Las cuerdas del contrabajo dejan de moverse. El perfume desaparece, ya no flota, ni siquiera está en el piso. Mis manos empiezan a perder el rastro de tu pelo. Mi pecho ya no siente tu cabeza presionando fuertemente. La respiración deja esa armonía y retoma la normalidad.

"¿Pues quedamos así?", escucho y mi cabeza vuelve a la normalidad. Mis ojos hacen un movimiento raro y vuelven a dirigirse hacia vos.
-"¿Eh?"- digo, perdido en el mundo de nuestra conversación y maniobro rápidamente -"Ah, perdón. Sí, dale, el sábado a las 8, ¿te parece bien?"
-Vale- y con una vuelta magistral de tu cuerpo entraste en tu casa.

Yo, parado en la vereda, quedo sorprendido. Inicié la conversación, piloteé la situación. Pero, por alguna razón, me dejaste impactado. Tal vez fue ese giro y tu remera en el aire lo que me dejó inmóvil. Una sonrisa escapó de entre mis labios. Mis ojos se abrieron de repente. Grandes, luminosos, marrones. Escuché el ruido de la cerradura, tus pasos en la escalera, tu bolso que cae en el sillón.

Pensé en dar una una vuelta como la tuya, pero me reprimí porque supuse que quedaría como un estúpido. Comencé a caminar y me alegré de haber viajado, de haber vencido ese temor a la partida. Contado en pasado, es una alegría. Pero es sólo un deseo. Por ahora, no pasa de eso. Quizás, tal vez, pronto sea un pasado.